En Budapest celebran cada 20 de agosto la asunción de su primer rey entre procesiones y poesía
Elena Arriola
24 de agosto de 2014
El club nocturno “Carpe diem”, en inmediata vecindad con la tienda de bordados típicos son una evidencia gráfica de los contrastes que, como toda gran ciudad, alberga Budapest. La figura de Szent István o San Esteban, primer rey de Hungría no está menos dotada de contrastes. Santo y rey; santo pero no mártir sino guerrero; recordado como noble y justo, y sin embargo responsable de la persecución de miembros de su propia familia. Uno de ellos, quien le disputaba el trono, fue descuartizado.
San Esteban llegó al trono en el 997 tras la muerte de Géza, su padre. Lo hizo siguiendo la tradición cristiana, según la cual el sucesor al trono tenía que ser el hijo del rey. Sin embargo, según la tradición pagana, el sucesor debería ser el familiar más viejo con vida. Amparado en esta tradición, Koppány reclamó la corona pero fue finalmente derrotado por los ejércitos de San Esteban. Su cuerpo fue partido en cuatro, y cada una de las partes fue colocada a la entrada de una de las cuatro ciudades principales en Hungría, como amenaza para los paganos que intentaran desestabilizar el reinado de Esteban.
Hungría se convirtió gracias a él en una monarquía cristiana y es considerado como el padre de la nación Húngara, pues bajo su reinado se constituyeron en comarcas lo que antes eran principados independientes.
Cada 20 de agosto, Hungría honra a su santo rey y lo hace de una manera que no puede ser menos llamativa que la historia de su reinado: llevando en procesión la mano momificada del propio San Esteban por las calles de la cosmopolita Budapest.
El festejo sorprende a los fuereños tanto como despierta la solemnidad de los locales. Por la mañana, esta peculiar reliquia puede ser vista de cerca por cualquiera, pues se encuentra expuesta en la basílica de San Esteban, para placer más de los curiosos que de los devotos. Hordas de turistas siguen el desfile hasta la urna de cristal que contiene la mano santa. Una cola de pantallas luminosas se dibuja frente al altar. Siguiente en la línea, un paso, un click es lo que dura el encuentro con la santa diestra (Szent jobb, en húngaro). Por la tarde hay una misa a la que sigue la procesión con la reliquia. Muchos extranjeros confundidos ante el cierre de calles, la movilización policiaca, la doble solemnidad (la religiosa y la marcial), preguntan de qué se trata. Uno cree que el papa está de visita; otro incrédulo: “¿la mano, ahí adentro?”
El programa nocturno del festejo no es menos impresionante, aunque más mundano. Se trata de un espectáculo de pirotecnia de más de media hora de duración. Los fuegos artificiales son lanzados de forma sincronizada desde 3 de los puentes que cruzan el Danubio y desde algunas embarcaciones. Su lanzamiento es interrumpido de vez en vez por la voz de los poetas nacionales en los altavoces colocados a todo lo largo del malecón. Cuando el poeta calla, viene la música, con la que los fuegos artificiales se coordinan de manera perfecta. Un espectáculo difícilmente repetible.
Esto es también Hungría –pienso–, una gran conjunción de cosas que no se sabe cómo han llegado a coincidir. Así como la procesión de la tarde une a almas caritativas, políticos, gitanos y señoras de pelo alto, el espectáculo nocturno mantiene la ciudad en vilo, y a todos, turistas y locales, con la vista al cielo. Tantos asombros, por un momento de luz unificados, recuerdan la voz de mi poeta húngaro favorito, József Attila:
La lucha que libraron nuestros antepasados
va disolviéndola en paz la memoria,
y arreglar al fin nuestras cosas comunes,
esto es nuestro trabajo – y no es poco.
2 Comentarios
Hermosa descripción y fácil de digerir. Mucha información en pocas palabras, no todo mundo logra eso.
Mi sincera felicitación a Elena Arriola
gracias! excelente descripción, llena de detalles simples y hermosos.
Abrazos