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©Gaudencio Rodríguez Juárez*
Jueves 21 de abril de 2022
Hace algunos años, en un diplomado que cursé, una alumna utilizó el adjetivo “orfanato” y alguien más la corrigió señalándole que así se les llamaba décadas atrás pero que hoy se les llama casas hogar, instituciones residenciales o centros de asistencia social. De manera sucinta yo alcancé a decir que, a mí, estos me parecían eufemismos, sobre todo el de “casa hogar”, debido a que muchas de estas en México y Latinoamérica no logran desempeñar adecuadamente su labor social, no asisten de manera suficiente y menos aún logran producir calor de hogar. Así lo deja en evidencia actualmente la Resolución A/RES/74/133 aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 18 de diciembre de 2019.
Quienes más saben esto son los propios niños y niñas que ha pasado por dichas instituciones. Recientemente fui parte de un diálogo con una mamá adoptiva y su hijo Ernesto de ocho años:
“Tú estabas en una casa hogar antes de que te adoptáramos, cuando aún no tenías ni un año de edad, cuando aún eras un bebé”, respondía dicha mamá a pregunta explícita de su hijo.
“No es cierto, no era una casa hogar, era un orfanatorio”, la interrumpió con seguridad.
La mamá trataba de aclararle que se le llama casa hogar, pero el niño insistía en el otro adjetivo: orfanato. Se comenzaban a enfrascar en una discusión cerrada, por lo que decidí preguntarle al niño:
“¿Por qué para ti aquello no era una casa hogar?”
“Pues porque esa ni es una casa ni tampoco es un hogar como en el que ahora vivo con mis papás”, respondió un tanto sorprendido de que no notáramos las diferencias.
“¿En qué son diferentes?”, lancé la pregunta con fines dialógicos, con la intención de permitir que verbalizara su subjetividad, su manera de ver las cosas. Y no desaprovechó la oportunidad:
“Pues todo es diferente: los niños que ahí viven son raros, las personas que nos cuidan son raros: nos miran raro, no como te miran los papás; las camas no son como las de una casa, sino que todas son igual, como de hospital, todo es raro…”
Parecía que podría continuar arrojando evidencias que daban sustento a su dicho, pero ahora fue su mamá la que lo interrumpió para decir:
“Ya, ya entendí”.
Entonces me dirigí a la mamá:
“Tiene razón esos centros no son como una casa, menos aún, un hogar, se trata de centros de asistencia donde el personal hace su mejor esfuerzo para darles un cuidado profesional”.
Orfanato, orfelinato y orfanatorio es el nombre que se le dio siglos atrás a los lugares donde se les daba cobijo a los niños y niñas que habían perdido a sus padres, a los huérfanos. Con el tiempo las palabras cambiaron para quitar el estigma que se fue generando sobre estas instituciones y sobre estos niños y niñas. De tal manera que en la época moderna se les llama centros de asistencia social, instituciones residenciales, etcétera.
Los nuevos nombres también encierran intenciones positivas, las de dejar de ser lugares fríos, sombríos, impersonales y hasta abusivos. El conocimiento acerca de las consecuencias de la separación de los niños de sus padres y la institucionalización ha traído como consecuencias recomendaciones de la comunidad internacional a los Estados para mejorar los cuidados residenciales. En respuesta, apenas en las últimas décadas se han indo desarrollando leyes, normas, reglamentos y acciones para tal fin. Desafortunadamente, en lo general, las prácticas de cuidado en estas instituciones no han cambiado significativamente. Aún existe mucha carencia de todo tipo para las niñas, niños y adolescentes internados en estos centros.
En el mejor de los casos se cubren necesidades básicas y escolásticas, pero las necesidades más humanas, tales como las afectivas, vinculares, socio emocionales y morales no logran ser cubiertas (y no necesariamente por falta de voluntad, sino por falta de personal y especialización), con lo que no se logra construir cerebros plenos.
Los seres humanos comienzan por cambiar las palabras (orfanato por institución residencial, asilo por centro de asistencia social, albergue por centro de protección integral) pero no necesariamente cambian las prácticas. Lo cual es constatado y verbalizado por niñas y niños que luego de vivir ahí, pueden vivir en un hogar real, en una familia adoptiva, como el niño de nuestro relato, por ejemplo. Entonces lo mejor que podemos hacer es validarles su percepción, afinar el lenguaje y ponernos a trabajar para restituirles su derecho a vivir en una familia en lugar de una institución que por más que le digamos casa hogar, no lo será (y esto no es un insulto para estas instituciones y su personal, sino sólo un uso preciso del lenguaje que niños como Ernesto nos señala).
* Psicólogo / [email protected]
Foto de portada: Sharon McCutcheon (@sharonmccutcheon) / Unsplash.
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