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Manuel Ligero / La marea
Lunes 2 de mayo de 2022
La directora catalana firma un nuevo prodigio: ‘Alcarràs’, el drama de una familia de agricultores atropellada por una transición energética mal entendida
Cuenta Carla Simón que cuando recibió el Oso de Oro de Berlín por Alcarràs hubo miembros del jurado que se acercaron a ella y le preguntaron anonadados: «Pero… ¿cómo lo has hecho?». Y no eran cualquiera. Hablamos, nada más y nada menos, de gente como M. Night Shyamalan o Ryusuke Hamaguchi. Carla se ríe de la reacción: «Era para decir: “¿Yo? ¿Pero qué me estáis contando? ¡¿Cómo lo hacéis vosotros?!”». Y, sin embargo, a pesar de su modestia, la pregunta es pertinente: ¿cómo lo has hecho, Carla Simón?
Al parecer, todos en el jurado de Berlín se sorprendieron cuando, al final de la película, vieron apellidos diferentes en los títulos de crédito. Seguramente sabían que la directora había trabajado con actores no profesionales, pero no podían creer que esa familia que veían en la pantalla no lo fuera también en la vida real.
Cuando alguien tiene la habilidad de convertir una ficción en pura vida es imposible no ceder al pasmo. Y eso es lo que pasa con Alcarràs.
Lo que cuenta Carla Simón es el drama de una familia atropellada por una transición energética mal entendida. El Quimet, la Dolors y sus hijos ven con impotencia cómo les van a arrebatar sus tierras, arrendadas y cultivadas por los suyos durante generaciones, y van a arrancar sus melocotoneros para instalar paneles solares. No hay nada que ellos puedan hacer por impedirlo. Es el capitalismo, amigo. El capitalismo verde.
El naturalista Joaquín Araújo decía en una reciente entrevista que «cuando las informaciones sobre el cambio climático son tan rotundas, llegamos a la conclusión de que prácticamente habría que declarar sagrado hasta el último metro cuadrado que tenga hierba». Pero no es así como se está haciendo la necesaria descarbonización de la economía. «Estamos ocupando territorio, incluso el de magníficas dehesas, enclaves esteparios con especies únicas, para instalar granjas solares de cientos de hectáreas. ¡Pero si con cubrir la mitad de los tejados de España con placas solares ya tendríamos asegurado el autoabastecimiento!», añadía. Y de eso se trata, precisamente. De poder. De concentración de capital. De acaparamiento de recursos. Una minoría posee y una mayoría trabaja y paga. Nada nuevo bajo este sol limpio, verde y renovable.
Las personas de Alcarràs
Pero esos son los grandes conceptos, la macroeconomía, siempre tan abstracta. Luego están las personas, y es en ellas en las que Carla Simón pone el foco, con una delicadeza, con una ternura, con una empatía y con una verdad desarmantes. Y con rabia, por qué no decirlo, la rabia que corroe al Quimet y que arrasa emocionalmente a toda su familia y al espectador. El trabajo de todo el reparto es excepcional, pero el de Jordi Pujol Dolcet es un huracán.
La directora ya había demostrado que sabe tocar ese resorte íntimo y frágil que hace quebrarse al público. Lo hizo en Verano 1993 (2017), en la que contaba su propia historia de niña huérfana y perdida incrustada en una nueva familia. No cabe imaginar un debut más feliz: tres premios Goya, cinco Gaudí, dos Sant Jordi y cuatro Feroz. Esta vez vuelve al ámbito rural y familiar (su propia familia también cultiva melocotones) para hacer una película más coral pero no menos intensa. Su maestría le sirve para ir exponiendo y desarrollando los problemas (vitales, económicos, culturales, energéticos) por capas generacionales, desde el abuelo a la nieta pequeña, mostrando sus diferentes efectos y reacciones. El resultado, de una humanidad incontenible, es portentoso.
El campo sufre ya muchas tormentas. Unas viejas y otras nuevas. Está el pedrisco y está la sequía. Están los arrendamientos, cada día más caros, y el precio de la fruta, siempre menguante. Están finalmente los buitres, en forma de bancos, de terratenientes, de grandes supermercados o de fondos de inversión. Siempre estuvieron ahí. Son los que, sin dar un palo al agua, pretenden exprimir hasta la última gota de sudor del pequeño agricultor y del migrante sin papeles. Y cuando consumen el estrangulamiento les pegarán la patada para seguir haciendo lo que siempre han hecho: arrasar. Arrasar la naturaleza, arrasar derechos, arrasar familias. Nunca les faltaron excusas pero ahora tienen una difícilmente rebatible: el cambio climático. Es el negocio perfecto porque se articula, como cualquier chantaje, con forma de tenaza. O ponen sus placas (las suyas, no las tuyas, para tu consumo, o las de cualquier otro) o arderá el mundo.
John Steinbeck ya había contado esta historia. Lo hizo en Las uvas de la ira y otorgó a su infortunada familia protagonista la virtud de la dignidad. Carla Simón la narra con algo que es, si cabe, todavía más importante: el amor.
Imagen de portada: La familia de ‘Alcarrás’ ve cómo se acercan los camiones con las placas solares que pondrán en peligro su vida como agricultores. Foto: Lluís Tudela / La marea.
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