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Agustín Ramírez Agundis*
Miércoles 17 de mayo de 2023
La desigualdad económica y social en un país o región está íntimamente ligada con los niveles de delincuencia y, de manera general, con la violencia. La desigualdad puede ser fuente de sentimientos negativos para los sectores con mayores dificultades para acceder a los productos y servicios que el mercado ofrece y que promueve a través de los medios de difusión como si pudieran estar fácilmente al alcance de todos. Sensaciones de falta de oportunidades, desventaja, e injusticia pueden surgir entre algunos de los miembros de esos segmentos de la sociedad más desfavorecidos. Como consecuencia, muchas veces aflora la tentación de involucrarse en actividades ilícitas que les proporcionen mayores ingresos para incorporarse a esos lujos que otros presumen. Ese riesgo se acrecienta cuando se promueven formas de vida en las que los bienes materiales se convierten en los satisfactores más importantes y se hacen a un lado o se dejan atrás los valores morales, culturales y espirituales.
En México estos factores han estado presentes durante esa prolongada etapa en la que se aplicó el modelo socioeconómico al que se le ha denominado neoliberalismo. Fueron casi cuarenta años en los que la desigualdad económica y social se fue acentuando de manera gradual pero sostenida, a la vez que la publicidad exaltaba la ilusión del lujo barato.
La desigualdad tiene como causa fundamental una inequidad desproporcionada en la distribución de la riqueza, de manera que los beneficios de la producción se concentran en unos pocos, de manera destacada, aquéllos grandes empresarios que controlan las ramas más rentables de la economía. Por lo contrario, los trabajadores van quedando rezagados en sus salarios y, por lo tanto, ven reducida su capacidad para adquirir los bienes que necesitan para vivir, incluso los esenciales.
Durante el periodo neoliberal, una de las políticas impuestas fue la del control de los incrementos salariales, con el pretexto de que éstos ocasionan un crecimiento de los costos de producción y, en consecuencia, el encarecimiento de los productos y la tasa de inflación.
El gobierno federal actual estableció desde un inicio el compromiso de resarcir la capacidad adquisitiva de los trabajadores mediante incrementos sustanciales del salario mínimo. Entre el año 2018 y el 2023, el salario mínimo ha aumentado nominalmente 253% en la zona fronteriza y 134% en el resto del país, lo cual contribuye a reducir los niveles de desigualdad.
Sin embargo, esta reducción no ha sido hasta ahora significativa y el gobierno deberá aplicar otras medidas que incidan en mayor medida en tal reducción. El Sistema de Cuentas Nacionales del INEGI, en lo referente al Producto Interno Bruto (PIB), señala que en el tercer trimestre del 2022 el PIB ascendió a 28,535,441 millones de pesos, de los cuales sólo 7,946,487 se dedicaron a la remuneración de los trabajadores, mientras que 13,408,539 correspondieron a lo que se denomina Excedente Bruto de Operación, que no es otra cosa que las utilidades de los empresarios. En otras palabras, sólo el 27.84% del PIB se dedicó a la fuerza de trabajo, mientras que el 47% se destinó a las ganancias de los patrones. Desde luego, esta diferencia es exorbitante cuando se cuantifica de manera per cápita, ya que los trabajadores son varias decenas de millones de personas, mientras que el número de empresarios apenas si rebasan los 4 millones.
Estas cifras develan esa mentira de que el incremento salarial pone en riesgo a la economía y es causa de inflación. Es evidente que aún es mucho lo que se puede incrementar el salario en aras de una mejor distribución de la riqueza. Esto, aunado a una política social del gobierno orientada a apoyar a los sectores más vulnerables de la población, traerá consigo en un mediano plazo una reducción de la desigualdad y, por lo tanto, de los niveles de violencia, mejora que afortunadamente ya se está observando.
* Esta es una colaboración del Colectivo Miguel Hidalgo de Celaya, Guanajuato, al que pertenece el autor.
Foto de portada: UNAM.
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