Encerrado en prisión durante varios años, la experiencia y el saber esotéricos de la calle inscriptos en cuerpo y alma en su trayecto vital maridan en él con un recorrido autodidacta singular por el arte, la filosofía, el cine y la política. Su trabajo artístico y su historia de vida alcanzaron notoriedad pública, sus intervenciones en revistas, radio, televisión y distintos tipos de actividades sociales se hicieron asiduas, articulando siempre un discurso crítico sobre la desigualdad material y las encrucijadas políticas del presente.

Sin embargo, su cine no es para nada ajeno a un montón de problemas económicos que afectan directamente a las condiciones de producción, financiamiento y democratización en el acceso (conseguir dinero para filmar, obtener una cuota de pantalla en cines y festivales). El cine, se sabe, es algo caro, históricamente su realización tiene un sesgo de clase evidente —es un asunto de clases altas o medias— y el resto son excepciones. Así, el mundillo de los festivales de cine no le dio fácil acogida: muchas veces fue dejado de lado. Recién con Lluvia de jaulas tuvo un recorrido más amplio por ese circuito de exhibición y recepción crítica.

González combate sin tregua contra la sobrecodificación institucionalizada de las maneras de mostrar la pobreza y los sectores marginales. Su poética interroga las relaciones de clase y de poder y la vida en los barrios populares, reivindicando potencias, gestos, prácticas y encuentros soterrados —muchas veces descalificados— que quedan por fuera del reconocimiento de los aparatos educativos y académicos de saber formales y centralizados, cuando no son directamente reprimidos (no hay que ir sino apenas unos meses atrás para toparnos con el desalojo en la toma de Guernica, hecho del cual la tapa de su nuevo libro da testimonio).

La villa en muchas de sus películas deviene un mundo pasible de ser habitado subjetivamente; allí se despliega una riqueza sensible y la cámara alcanza a capturar una vitalidad liminar que crece desde abajo en unos cuerpos reales. Pero a la fuerza de esa huella documental se sobreimprimen la fabulación, el juego, la ficción, el relato, el desvío. El villero no es animalizado sino puesto en escena como un ser pensante, singular, opaco, ni dios ni diablo. El exceso no se caretea (su cine muestra las drogas o ciertas formas de violencia, por ejemplo) pero tampoco hay un ensalzamiento de la fisura, ni un nihilismo desencantado y chato, cínicamente cómplice. No se trata de ofrecer vidas ejemplares, proponer una moral de esclavos, entregar la otra mejilla. Tampoco se trata de hacer una obra de costumbrismo, o apoyarse en una estereotipia social audio-visual altamente rígida y cristalizada.