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©Gaudencio Rodríguez Juárez*
Jueves 24 de marzo de 2022
¿Los castigos físicos, tales como, nalgadas, pellizcos, coscorrones, tirones… sirven con los niños y niñas? Sí, sirven para muchas cosas. Aquí algunas de ellas:
- Para detener o frenar el comportamiento del niño o niña.
- Para cambiar las conductas de manera rápida mediante una motivación externa: el castigo que impone otra persona.
- Para imponer la voluntad de la autoridad.
- Para obtener la obediencia incondicional y ciega del niño o niña.
- Para quebrar su voluntad.
- Para, a través del miedo, imponer el deseo de los padres, maestros y educadores sobre la piel del niño o niña.
- Para provocarle dolor y someterlo a los designios de la autoridad.
- Para manipularlo a través del uso de la fuerza.
- Para acostumbrarlo a hacer caso a cualquiera que tenga más poder que él.
- Para anular sus deseos y hasta sus necesidades.
- Para dejar en pausa su existencia, contribuir a la construcción de una autoimagen negativa y una autovalía a la baja.
- Para pisotear no sólo su dignidad sino al niño mismo (poseedor de ese abstracto llamado dignidad).
- Para detonar actitudes serviles.
¿Los castigos sirven para educar? No. Los castigos sirven para muchas cosas, pero no para educar.
Educar es una palabra sublime, pues en ella se juega la permanencia de la vida humana, es, en palabras del filósofo Fernando Savater, el arte de llegar a ser humano y, sólo llegamos plenamente a serlo cuando los demás nos contagian su humanidad a propósito y con nuestra complicidad.
Los castigos físicos (y de cualquier tipo) no contagian humanidad, sino dolor, humillación, inseguridad, resentimiento, abuso, resentimiento. No permiten experimentar la complicidad de los congéneres, sino la arbitrariedad de ese otro que aparece con mayor poder y desde el abuso invita a tomarle distancia.
Educar significa construir las condiciones para que del niño o niña emerja la mejor versión de sí mismo. Esas condiciones incluyen la experimentación de la seguridad y confianza en sí mismo, en los demás y en el entorno. Cuando estas condiciones están dadas el niño o niña está en condiciones de explorar el ambiente y aprender todo aquello que despierta su curiosidad. Los castigos no crean estas condiciones, sino las opuestas, es decir, miedo, inseguridad, desconfianza, angustia, lo cual activa sus circuitos cerebrales de sobrevivencia. Y en este estado no puede haber aprendizaje, sino sólo reactividad que permita salir delante de la situación amenazante atacando, huyendo o paralizándose.
Un niño castigado –de la manera que sea– es un niño irrespetado y desde ahí alejado de la condición de humano, desplazado a la condición de objeto inanimado. De ahí su malestar, su sufrimiento.
El castigo como recurso disciplinario goza de vigencia y alta popularidad debido a su efecto rápido para modificar los comportamientos. Pero también goza de simpatía porque su uso no requiere del ejercicio de la inteligencia, de las funciones ejecutivas del cerebro consciente, es decir, resulta una alternativa económica para el individuo que lo aplica, por ejemplo, castigar físicamente no exige ningún esfuerzo mental ni creativo, basta con estirar la mano y liberar la fuerza para ponerla encima de un cuerpo más débil.
Educar prescindiendo del castigo del tipo que sea es algo más complejo, exige creatividad, reflexión, pensamiento, inteligencia. Es una labor altamente humana que sólo podrán llevar a cabo las personas que tengan la vocación y voluntad para invertir energía, tiempo y dedicación para adquirir las competencias parentales necesarias.
Educar es una alta responsabilidad. Consiste, ni más ni menos, en transmitir en un par de décadas todo lo que la sociedad ha creado a través de los siglos. Es por eso que el filósofo español José Antonio Marina afirma que la humanidad se rehace en cada niño, que nace con un cerebro del pleistoceno pero que cambia al cabo de pocos años porque milagrosamente ha adquirido en tan breve lapso lo que la humanidad tardó milenios en inventar (el lenguaje, el control del comportamiento, los sentimientos sociales, etcétera).
Educar es cosa seria, una responsabilidad muy grande. Hagamos caso a la recomendación del otro filósofo español, Savater: “quien pretende educar se convierte en cierto modo en responsable del mundo ante el neófito, como muy bien ha señalado Hannah Arendt: si le repugna esta responsabilidad, más vale que se dedique a otra cosa y que no estorbe”.
* Psicólogo / [email protected]
Foto de portada: Carlos Arthur M.R. (@carlosarthurmr) / Unsplash.
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