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ÚLTIMO PISO
Gwenn-Aëlle Folange Téry*
Martes 11 de enero de 2022
Il faut être toujours ivre. Tout est là: c’est l’unique question.
Pour ne pas sentir l’horrible fardeau du Temps qui brise vos épaules
et vous penche vers la terre, il faut vous enivrer sans trêve. [1]
– Charles Baudelaire
Enivrez-vous (Paris Spleen, 1864).
¿Acostumbras revisar tu ropa y sacar lo que no te pones, por grande, chico, feo, raro y demases?
Hay que estar siempre ebrio. Todo se reduce a eso; es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo, que os destroza los hombros doblegándoos hacia el suelo, debéis embriagaros sin cesar.
Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como os plazca. Pero embriagaos.
Y si alguna vez os despertáis en la escalinata de un palacio, tumbados sobre la hierba verde de una cuneta o en la lóbrega soledad de vuestro cuarto, menguada o disipada ya la embriaguez, preguntadle al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, canta o habla, preguntad qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj os contestarán: «¡Es hora de embriagarse! Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, embriagaos; ¡embriagaos sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como os plazca».
Charles Baudelaire [2]
Enivrez-vous (Paris Spleen, 1864)
Il faut être toujours ivre. Tout est là: c’est l’unique question. Pour ne pas sentir l’horrible fardeau du Temps qui brise vos épaules et vous penche vers la terre, il faut vous enivrer sans trêve.
Mais de quoi? De vin, de poésie ou de vertu, à votre guise. Mais enivrez-vous.
Et si quelquefois, sur les marches d’un palais, sur l’herbe verte d’un fossé, dans la solitude morne de votre chambre, vous vous réveillez, l’ivresse déjà diminuée ou disparue, demandez au vent, à la vague, à l’étoile, à l’oiseau, à l’horloge, à tout ce qui fuit, à tout ce qui gémit, à tout ce qui roule, à tout ce qui chante, à tout ce qui parle, demandez quelle heure il est et le vent, la vague, l’étoile, l’oiseau, l’horloge, vous répondront: «Il est l’heure de s’enivrer! Pour n’être pas les esclaves martyrisés du Temps, enivrez-vous; enivrez-vous sans cesse! De vin, de poésie ou de vertu, à votre guise».
Yo también, pero por lo visto no lo hago bien, pues sigo sin caber en el espacio que me es asignado en casa.
Digo que la que no cabe soy yo, porque cada pedacito de trapo me es propio, trae entretejidas vivencias, momentos y personas, y aumenta entonces de tamaño, de peso. Lo digo también por aquella vieja costumbre de no caber, ni física ni emocionalmente, en ningún lado. Y te lo explico por aquella costumbre –menos vieja pero actual, de todas maneras– de explicar mis cada movimientos, mis cada pensamientos, mis cada sentimientos.
Está el vestido azul turquesa de flores con un pedacito de tela que se anuda al frente y que me queda siempre, sin importar kilos y panzas. Ése tiene unos 35 años, y es el de las bodas y graduaciones. No pasa de moda porque es mi moda la que uso, no la de las tiendas, y me gusta, me encanta. Se mueve ligero con cualquier movimiento, se lava en casa en lavadora, no se arruga y es de algodón. Es el de la boda de Pedro, el de la graduación de dos de mis hijos –del otro no hubo fiesta–, de los primeros quince años a los que fui, cuando por fin salí de una vida que odiaba, de los encuentros poéticos a los que se nos pide asistir con ropa de gala y el de todas las fotos de fiesta elegante con el mareado. Te diré que él trae la misma corbata siempre. Tenemos mucha ropa, demasiada, pero no es por gastalones, es porque no logramos deshacernos de la que nos gusta, por lo resentimentales que somos los dos, los dos, los dos.
Está la falda roja de lino que compré en un mercado de mi tierra, la que nunca me he puesto. Pasa que lo que me gusta de ella son unas conchitas tropicales cosidas justo sobre la panza, y que entonces no sé con qué usarla porque mis blusas las cubren. Pero la miro y le prometo que un día saldrá del clóset; llevo unos 20 años con la misma promesa y sé que ella a veces ya no me cree. Sigue aquí por su color, su forma, larga y recta, y por la alianza que logra entre mi tierra de allá y mi tierra de acá.
Están los vestidos que me pongo cuando es tiempo de calor y no voy a salir a la calle –son cortos, así: bien cortos–, los vestidos Made in India, los 3 pantalones que tengo desde hace unas semanas –aunque uno me quede grrrrande–, y la capa de vikinga que quiero arreglar para poder meter los brazos y que no se me caiga. Sí, siguen allí la falda que zurcí varias veces, la que perdió su resorte pero que algún día tendrá uno nuevo, la cortita incómoda pero bonita, el pantalón onda Aladín, barato porque está cosido al revés, el vestido morado de las marchas, la falda verde kaki con vuelo interminable, onda circular, y una que se le parece en lo del vuelo, y que además trae cosidas unas flores de tela enormes.
Esto es lo del clóset, el cual comparto con el mareado, y del cual poseo, casi en exclusiva, una quinta parte.
El cajón de la ropa interior [3] (y de los guantes, de los cuales tengo colección de cuando usaba bastón), el de los piyamas, el de las blusas bordadas, los dos de blusas y playeras (uno de las que uso cuando hace calor y otro para las que cubren más, pa’l frío), y el de las chalinas –ésas pareciera que se reproducen solas en lo oscurito en cuanto se cierra su cajón. Del mueble de los cajones poseo dos terceras partes.
Tenemos una cajonera de plástico, pequeña, en la que un cajón es de corbatas (aunque sólo se haya usado una a través de los años), otro de cosos para el dolor (estilo cojín de hierbas y folletos de rehabilitación) y, finalmente, uno para mis calcetines –que se llena de calcetines que no son de nadie, que uso yo, y de varios pares de calcetines rosas, o con flores rosas, o con ositos rosas. Los calcetines no sé bien si se deban guardar así como yo los guardo, aparte, o con la ropa interior; tal vez los guantes deberían emigrar al mueble de plástico, y los calcetines tomar su lugar, la verdad, no me importa.
Y luego, por fin, los cajones de la cama. Son cuatro, no muy prácticos porque son muy profundos, la cama es king size, y luego tampoco se abren por completo, por las paredes de la recámara que parecen querer meterse a la cama con nosotros y aprietan, aprietan y aprietan. Tres de los cuatro cajones son míos, y están repletos de suéteres, por aquello de que tejo, de que mi mamá teje y de que luego hay suéteres bien bonitos en las tiendas.
Si me pongo a contar, 1/5 + 2/3 + 1/3 + 3/4, poseo la nosécuánta [4] parte de la capacidad de almacenamiento de nuestra recámara.
Sé que tengo mucha ropa, probablemente demasiada. Tengo cuidado con mis compras, si no necesito algo, no lo compro. Por decirte que lo de tener pantalones es reciente, llevaba meses sin tener, usaba calentadores debajo de mis faldas. Veo que mi ropa no cabe, es un ejercicio físico moverla de los ganchos para sacar algo, empujar los suéteres al fondo del cajón para meter el que no voy a usar, y es también un esfuerzo mental recordar qué ropa tengo, imponer una rotación de cada cosa para que el trapo en cuestión tenga razón de ser.
Me gustaría tener y usar seguido un vestido blanco de encajes, onda novia sin ser novia, que no fuera transparente, que tuviera movimiento, vuelo. He pintado autorretratos [5] vestida con ese vestido que no tengo ni he tenido. Esto por decirte la fantasía y ensueño que puede haber alrededor de la ropa.
Conocí personas que con una muda tenían, y si lo ves racionalmente es lo adecuado: el punto es no andar desnudo y no pasar frío. Pero así es, y ya. No voy a desechar ropa porque sí, nada más va a pasar lo mismo de siempre, un día me va a dar una racha de “quiero espacio, me ahogo” y voy a regalar ropa que después voy a extrañar…
Hoy me dio risa, de la rica, de la que te da ganas de por fin empezar este año 2022 –que yo siento como una cuesta terrible, nomás que empinada hacia abajo, hacia el olvido, la niebla (sí abajo también hay) y sin escape.
Al guardar un suéter rosa, el de ayer, buscando otro suéter rosa, el que no me puse después de todo, saqué un tercer suéter rosa que estaba debajo de otros dos suéteres… rosa.
Y yo pensando que mis ansias de rosa, del color pues, eran debidas a esta visión del año que empieza, una suerte de conjuro para darle color, y no, resulta que mis ganas de rosa son de hace años, de siempre.
Entonces hoy disfruté vestirme, lo cual es poco frecuente –escoger mi ropa del día me causa tremenda flojera, es igual que la bañada, hay que hacerlo pero qué pérdida de tiempo caray–, y sonreí. Será porque es rosa (1), porque me costó trabajo arrancárselo al cajón, porque es rosa (2), porque deseé tener uno así durante años, porque es rosa (3), o sencillamente porque sí.
Hoy no me pienso quitar el suéter, lo necesito para afrontar la bruma que ve mi mente cada vez que me distraigo de lo que estoy haciendo. Sin él, hoy, no quepo en el famoso año que sólo es nuevo porque cambió de nombre.
Notas:
[1] «Embriagaos»
[2] Charles Baudelaire. Enivrez-vous (Paris Spleen, 1864)
[3] Hay unos choninos y brasieres que dan pena, pero todavía sirven, cubren y sostienen.
[4] Soy escritora, las matemáticas no se me dan.
[5] No entiendo lo de la doble R, pero dice el diccionario que así va la palabra.
* Gwenn-Aëlle Folange Téry es pintora y escritora.
Correctora: Ana María Sacristán.
Foto de portada: Susana Argueta.
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