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Patricia Simón / La marea
Martes 1 de febrero de 2022
Las complejidades y matices de las personas que buscan refugio
La guerra en Siria ha dejado como consecuencia, desde que comenzó en 2011, más de 6,9 millones de personas refugiadas en todo el mundo. Huyen de una guerra que ya ha dejado 350.000 muertos, según la Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas. En 2021, España concedió asilo a algo menos de 500 de estas personas. El proceso que lleva a conseguir este estatus a menudo se complica: a las difíciles circunstancias de un proceso de desarraigo y duelo viene a sumarse un laberinto burocrático particularmente complicado para quienes no conocen el idioma del país de acogida.
Las complejidades y matices de esta situación es lo que hemos querido abordar en esta serie de reportajes, realizados en colaboración con Baynana y con el apoyo de NewsSpectrum e International Press Institute. En un contexto en el que los discursos de odio y el racismo parecen ganar visibilidad, analizamos cuál es la imagen de las personas refugiadas en los medios de comunicación y la opinión pública, para mostrar su contraste con la diversidad de circunstancias y trayectorias que muestran las historias de vida que se recogen también en estas piezas.
Aunque en ellas también se repiten a menudo problemas similares. Dos de los más recurrentes son las dificultades burocráticas del sistema de asilo y las barreras que aparecen en el momento de buscar empleo, de los que nos ocupamos en sendos reportajes. Otro ofrece algo de luz al final del túnel: las historias de sirias y sirios que, pese a todo, consiguieron vadear los escollos y construir en España una nueva vida con proyectos que, además, contribuyen a ponérselo también más fácil a quienes continúan llegando, en busca de una vida que no se vea constantemente amenazada.
Las capas del odio*
“Llegó un día que marcó la diferencia y que me hizo superar el miedo a salir de España. Individuos de la organización que gestionaban nuestras plazas como asilados entraron en mi casa sin permiso, sin llamar a la puerta. Yo estaba durmiendo en el pasillo, y mi esposa y mi hijo en la habitación. Me aterrorizó que entrasen. Pensé que serían los servicios de inteligencia buscando terroristas o algo así. Cuando se fueron, llamé a la asociación para saber por qué lo habían hecho. Me dijeron que era parte de una campaña para comprobar cómo manteníamos la vivienda, si estaba limpia… Fue un shock. Saben que somos musulmanes, que tenemos una cultura. Aparte del respeto a las libertades personales, que nada tienen que ver con la religión: nadie puede aceptar que alguien entre en su casa de esta manera. Fue entonces cuando tomé la decisión de salir de España”.
Moaaz Taani, de 31 años, se convirtió en periodista durante la guerra en Siria para contarle al mundo cómo estaban matando a su población. Cuando perdió la esperanza de que sus informaciones contribuyesen a frenar el genocidio y de que hubiese posibilidad de sobrevivir en su país, huyó junto a su familia y, tras un largo periplo, llegó a España el 20 de mayo de 2019. Moaaz recuerda como una de las mayores humillaciones sufridas que la organización designada por el Gobierno de España para gestionar las ayudas a su familia por ser asilados les controlase el uso del dinero que recibía. “Tú no eras el dueño real de esa cuantía. Me impedían gastarlo en, por ejemplo, comprar chocolate a mi hijo. Un día me descontaron una cantidad de dinero de mis cuotas por comprarle un juego”, cuenta. También comprobó consternado que le negaban su derecho a recibir visitas en su casa: “Lo consideré una represión y una violación de las libertades personales. Creí que tenía derecho a practicar mi vida personal como cualquier ciudadano español, a recibir amigos y familiares en mi casa. ¿Por qué nos lo prohibieron? ¿Acaso no somos todos humanos?”.
Muchas personas solicitantes de asilo y refugiadas han pasado por estas experiencias denigrantes. Son la consecuencia del trato infantilizante y paternalista en el que caen algunas entidades, aunque su afán sea el de por protegerles. Las familias damnificadas no suelen denunciarlos públicamente por temor a sufrir alguna consecuencia, como perder una plaza en los centros de acogida o el apoyo de la organización para buscar una casa en alquiler o un puesto de trabajo durante los 18 meses que reciben algún tipo de protección. Apenas 4.360 en 2020 (las cifras de 2021 aún no son públicas).
Pero para que se normalice socialmente esta privación de derechos fundamentales es necesario haberse arrogado una superioridad frente a quienes la sufren. Personas que no solo no han cometido ningún delito, sino que, por el contrario, han llegado hasta aquí buscando ponerse a salvo de delitos de lesa humanidad.
2015: “Las gotas que vienen a inundarnos”
Gemma Pinyol i Jiménez, directora de Políticas Migratorias y Diversidad de la consultora Instrategies, observa que las migraciones y el asilo son cuestiones que los discursos políticos han limitado, en gran medida, al ámbito del control fronterizo. “Forma parte de la securitización. La atención informativa se suele centrar en Ceuta, en Melilla, en Bielorrusia, en Grecia… La movilidad humana es un fenómeno mucho más rico. No es bueno ni malo, sino un fenómeno. Pero si la mayoría de los instrumentos que desarrollan las instituciones las enfocan desde la perspectiva defensiva y militarizada, es normal que la población interprete que estamos hablando de una amenaza y es así como han abonado el campo para esos discursos”.
En este sentido, Blanca Garcés Mascareñas, investigadora sénior del Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB), alude a las conclusiones alcanzadas cuando su equipo analizó la representación que los principales periódicos españoles realizaron de lo ocurrido en los Balcanes en 2015. “Encontramos una distinción entre refugiados respetados y esperados y los que, por el contrario, ni se esperaban ni se visibilizaron. A los refugiados sirios se les esperaba a nivel de sociedad civil, sobre todo a familias con niños, y desde una visión muy estereotipada, paternalista y quitándoles toda agencia. En cambio, no se visibilizó a los subsaharianos y latinoamericanos que llegaron y que también eran refugiados”. “Así es como se hizo una construcción del buen refugiado, que es aquel que no desea, que se deja llevar por lo que dictan las políticas. En cuanto esta persona demuestra alguna agencia, pasa a ser percibido como sospechoso, como un presunto refugiado que busca aprovecharse de las ayudas. En ese ideario, el refugiado es una víctima y nada más que una víctima. Y si no encaja en esa imagen, se interpreta como un inmigrante económico”, añade esta experta que, precisamente, hizo su tesis doctoral en Holanda sobre los migrantes económicos. “Allí estaba muy marcada la distinción entre refugiados y migrantes y por eso yo quise hacerla sobre la migración laboral porque es igualmente legítima”, reflexiona.
La falta de intimidad y de poder tomar decisiones que sufrieron Moaaz y su familia, o el hecho de que pasaran a ser incómodos para la entidad cuando manifestaron su disconformidad, son expresiones de un supremacismo que las políticas antiinmigración europeas y los crecientes obstáculos al reconocimiento del derecho de asilo han ido alimentando desde la década de los 70. Las instituciones de Bruselas, así como las de gobiernos como el español, han dedicado buena parte de sus esfuerzos a visibilizar las medidas que adoptaban para impedir que estas personas llegasen a su territorio, y a aprobar sigilosamente aquellas que rigen las precarias condiciones laborales en las que son empleados.
Hasta 2015, los relatos mediáticos y políticos más deshumanizadores se habían concentrado en las personas migrantes y omitían a las refugiadas, a sabiendas de que una parte de la sociedad se escandalizaría si atacaban abiertamente a personas que huían de conflictos y otras privaciones de derechos fundamentales. Pero cuando se abrió la ruta de los Balcanes, y decenas de miles de familias avanzaban entre gases lacrimógenos y alambradas intentando llegar a un lugar seguro, el recato saltó por los aires. El 20 de julio de 2020, el entonces ministro de Interior del Gobierno de España, Jorge Fernández Díaz, antes de entrar en la reunión de la Unión Europea destinada a acordar el reparto de 40.000 solicitantes de asilo entre sus países, declaró ante la prensa: «Es como si tuviéramos una casa con muchas goteras que están inundando diversas habitaciones y, en lugar de taponar esas goteras, lo que hacemos es distribuir el agua que cae entre distintas habitaciones». La metáfora ni siquiera era de su autoría: la había empleado un mes atrás el expresidente del Gobierno francés Nicolas Sarkozy.
Para llegar a tal grado de exhibicionismo de banalización del mal mientras los medios de comunicación publicaban las fotografías de las familias aterradas llegando a las costas griegas, habían sido necesarias tres décadas en las que la UE y buena parte de los medios de comunicación configuraron un imaginario en el que las personas migrantes eran seres desechables, prescincibles y deportables. Para ello, se creó todo una lengua trufada de eufemismos con tintes bélicos: “oleada”, “avalancha”, “asalto”, “invasión”, “desafío”, “amenaza”… Palabras que seguimos encontrando en las informaciones sobre migrantes y solicitantes de asilo pese a la reclamación por parte de las organizaciones de derechos humanos de que dejen de emplearse porque trasladan una concepción negativa de los movimientos de población.
El discurso del odio como antesala de la agresión
“El discurso del odio es una construcción ideológica, no parte de experiencias concretas porque ¿qué daño le ha podido hacer un musulmán a un islamófobo? Son construcciones que no tienen una base real ni fundamento, sino que se basan en una serie de estereotipos y prejuicios. Por eso es tan difícil hacerles cambiar de opinión, porque no se basa en hechos, sino en discursos que aparecen en el cine, en la literatura, en los medios…”, explica el teólogo Juan José Tamayo, autor, entre otros volúmenes, de La internacional del odio (Icaria, 2020).
“Muchos de quienes sienten odio no han tenido ninguna relación con una persona migrante o refugiada. Pero el problema de estos discursos es que tienen una influencia ideológica que se va extendiendo como una mancha de aceite. Quienes se los creen van rearmándose con nuevos argumentos porque una de las características de los odiadores es no dudar nunca y partir de verdades absolutas”, añade este intelectual promotor de la teología de la liberación. Y advierte de que “los discursos de odio desembocan en prácticas violentas”.
Eso fue lo que se encontró Alaa El-Din Hammoud al final de su largo y durísimo éxodo hasta llegar a España. En su huida, este joven de Jarabulus, una ciudad del norte de Siria, pasó por Turquía, Libia, Argelia y Marruecos, hasta llegar a España. Tardó cuatro años, ya que en cada país debía trabajar para poder pagar el coste de cruzar una nueva frontera, además de la quimioterapia que su madre necesitaba recibir en su país.
Tras muchos obstáculos, en 2020 consiguió un empleo en una panadería en la Comunidad de Madrid. «Mi jefe me insultaba en los peores términos. Me llamaba terrorista, me cogía del cuelllo y me apretaba, insultaba mi religión. A veces, me ponía cerdo en la comida y me decía que era cordero. Mis amigos me lo decían después. Pero tuve que aceptar todo eso en silencio porque necesitaba trabajar”, explica.
Uno de los hitos más recientes para esta ideología del odio ha sido, en opinión de Gemma Pinyol i Jiménez, cómo “una figura jurídica de protección especial termina convertida en un insulto”. Se refiere a MENAS, el acrónimo empleado para referirse a los menores que migran sin adultos y que durante años se ha empleado en algunos medios de comunicación para referirse a este colectivo en términos negativos. En 2019, fue convertido por la ultraderecha española en el gran fantasma amenazante para la seguridad y la integridad de la población autóctona española. Hasta el inicio de la pandemia de Covid-19, en uno de los diez países más seguros del mundo, un tiempo significativo de los informativos de televisión se dedicaban a transmitir una visión de la realidad peligrosa y aterradora a la que daba miedo asomarse. Buena parte de esas historias propias de la sección de sucesos estaban protagonizadas por menores extranjeros.
“La llegada de Trump a la Administración de Estados Unidos y partidos políticos como Vox normalizaron unos discursos racistas y xenófobos que siempre existieron, pero de manera marginal y silenciada. Ahora criminalizan a los menores porque sacan rédito político”, analiza Pinyol i Jiménez. Y añade: “En España no se ha desarrollado un discurso de odio contra la población refugiada como ha ocurrido en otros lugares como Alemania porque no hay tanta”.
Además de ser refugiado, hay que parecerlo
Blanca Garcés cita lo que considera un hallazgo para seguir ahondando en estas cuestiones: la refugiosidad, un concepto creado por el antropólogo Shahram Khosravi, refugiado iraní residente en Suecia y profesor de la Universidad de Estocolmo. En Yo soy frontera (Virus, 2020) aborda, a través de su propia experiencia, cómo las personas refugiadas han de cumplir con una serie de estereotipos –pobre, traumatizada, seria y triste- y con una imagen muy vinculada con la iconografía cristiana de “la encarnación del eterno sufrimiento humano”. Algo que, como explica Garcés, se convierte en la “penúltima y más grande de las humillaciones” que muchas de las personas refugiadas sufren: la de tener que representar un papel para encajar en la idea de víctima ideal y tener así más posibilidades de acceder al asilo. Algo que también denuncia regularmente la activista Helena Maleno en relación con las mujeres migrantes, que se ven forzadas a relatar una y otra vez todas las violencias sexuales sufridas durante el viaje migratorio como carta de acceso a la protección internacional.
Este reduccionismo a la hora de identificar al ‘refugiado bueno y real’ es también la razón por la que muchas familias iraquíes intentaban hacerse pasar por sirias en los controles fronterizos que se encontraban a lo largo de la ruta de los Balcanes en 2015. Y por la que muchos jóvenes afganos se identificaban como iraquíes y los paquistaníes como afganos. Todas estas personas huían de situaciones de riesgo para sus vidas recogidas en la normativa internacional de asilo. Pero eran conscientes de que si conseguían hacerse pasar por esas otras nacionalidades aumentarían significativamente sus oportunidades de ser considerados ‘refugiados’. Y así fue. La mayoría de quienes pudieron acogerse a las cuotas establecidas por Alemania eran de origen sirio. Los afganos terminaron, en un alto porcentaje, encerrados en centros en las islas griegas.
Cinco años después, en agosto de 2020, cuando ardieron los campos de Lesbos y Samos, muchas de las personas entrevistadas lamentaban que la violencia sufrida en Afganistán, en Turquía o en otros países de tránsito no bastase para quienes valoraban sus solicitudes de asilo. “Si las mujeres no dicen que han sido violadas varias veces o los hombres que hemos sufrido torturas parece que nuestro dolor no es suficiente para merecer estar aquí o ser dignos de vuestra acogida”, me dijo un solicitante de asilo afgano durante aquellos días. No fue el único. Con distintas palabras, fueron muchos quienes compartieron su rabia por sentir que debían adornar con nuevas sangrías sus ya lastimadas biografías. Cuanto más desgraciados, más bienvenidos, parecían decirles desde todos los estamentos a los que tenían acceso.
“En España, el discurso del odio hacia los refugiados se construye por oposición a los migrantes. Los refugiados son los supuestamente esperados y queridos, pero cada vez se excluye a más personas de esa categoría”, analiza Blanca Garcés. “En ese sentido, 2021 ha sido un año paradigmático. Mientras en la frontera sur se violaban numerosos derechos fundamentales, con devoluciones en caliente y, por tanto, sin dar acceso a la protección internacional, recibíamos a unos cuantos miles de afganos como si fuese el gran gesto y la gran política. Es un claro ejemplo de este discurso de quién es refugiado y quién no”.
Y a la vez que se estrecha el imaginario de quién puede ser refugiado o refugiada, se amplía el abanico de vejaciones que los propios Estados pueden cometer contra ellos. El último salto cualitativo en esta escalada de deshumanización ha sido cómo el gobierno bielorruso los ha convertido en arma arrojadiza contra Polonia y la Unión Europea. “Las imágenes son cada vez más claras. Un Ejército contra otro, con cañones de agua, en formación militar de ataque apuntando a las personas refugiadas”, examina Gemma Pinyol i Jiménez. “Todo esto contribuye a reforzar ese imaginario que antes veíamos de manera más sibilina, como con el acuerdo con Turquía de 2016, por el que si la UE no pagaba les dejaba cruzar a Grecia”. En este sentido, la investigadora considera que el uso de conceptos como “guerra híbrida”, que se ha normalizado a raíz de la crisis en la frontera bielorrusa, puede utilizarse en espacios especializados en movilidad humana, pero que reproducirlo acríticamente en los medios alimenta “ese runrún que no explica, pero que consolida la visión securitaria”. Y ese runrún es el que alimenta lo que a veces parece incomprensible: “Entiendo que la gente no se levanta un día y decide que va a odiar a un colectivo concreto, sino que acaban entendiendo que ese rechazo forma parte de la normalidad que le explican desde los medios mainstream”.
Por ello, que la Comisión Europea baraje suspender el derecho al asilo cuando considere que su territorio esté en riesgo supone una nueva deslegitimación de los fundamentos jurídicos sobre los que se fundó la Unión. “Para mí, hablar de seguridad en relación con la Unión Europea es que sea uno de los espacios de mayor protección de derechos de las personas, más allá de sus realidades individuales. Pero ha ganado la narrativa securitaria y muchos entienden que protegerla es impedir que vulneren nuestras fronteras en lugar de nuestros derechos”, concluye Pinyol i Jiménez.
El mejor ataque es el amor
Lucila Rodríguez-Alarcón, directora general de la Fundación PorCausa y experta en comunicación, acaba de publicar un informe en coautoría con Violeta Velasco titulado Narrativas migratorias del amor. De la solidaridad a la comunidad. En él se aboga por “hacer oídos sordos a los discursos de odio” y entender que “para dar respuesta a una situación que es colectiva necesitas relatos que hablen de las personas que conforman una comunidad y que eliminan la distancia entre el ellos y el nosotros”. La que fue directora de comunicación de Oxfam en España, entre otras altas responsabilidades, considera que los relatos periodísticos han cometido el error de presentar las historias de las personas migrantes como “ajenas a nosotros, los periodistas, y a la gente a la que se la contamos. Son narrativas que vienen de la descolonización, que hablan de unos terceros que son los pobres a los que presentamos como que no tienen nada que ver con nuestras vidas. Pero si en lugar de contar solo el doloroso periplo que vivió Yassine para llegar a España, cuentas su historia junto a la de Pepita, una mujer que ve Telecinco y que ya no puede más, porque todos tenemos una sensación de tristeza y de miedo colectivo, podrás mostrar cómo estas dos personas que viven en la misma comunidad luchan para salir adelante. Tenemos que recuperar ese espacio narrativo de lo comunitario”, sostiene Rodríguez-Alarcón.
Responsable también del Congreso de Periodismo de Migraciones de Mérida que organiza anualmente Por Causa, Rodríguez-Alarcón defiende la necesidad de romper con la hegemonía de los discursos distópicos, “tan convenientes para que pensemos que no se pueden cambiar las cosas” y “recuperar herramientas como la música y la risa, que generan ilusión y esperanza en el cambio”.
El teólogo Juan José Tamayo coincide plenamente con esta reivindicación de la alegría y en las 20 recomendaciones que ha desarrollado para deconstruir el odio cita esta frase de Frida Kahlo:
“Reír me hizo invencible.
No como los que siempre ganan,
sino como los que nunca se rinden”.
Además, añade que “es necesario activar y apoyar políticas que contribuyan a generar amor, cooperación, solidaridad, projimidad, amistad, cercanía, compasión, cuidado de las otras, de los otros, y desterrar políticas que fomenten odio, rechazo, enfrentamientos…”. Y para ello, y también para salir del sentimiento derrotista que abunda entre quienes defienden los derechos humanos, todas las personas entrevistadas para este reportaje coinciden en que la mayor fuente de esperanza es la construcción y participación en espacios de encuentro. “Lugares en los que se encuentren personas de mil realidades distintas. Es la mejor forma de protegerse de discursos xenófobos y racistas, los cuales habremos vencido cuando consigamos que sean considerados enfermizos y minoritarios”, en palabras de Pinyol i Jiménez.
Quizás así a nadie, ni siquiera a un trabajador o trabajadora de una entidad social, se le ocurrirá jamás entrar sin llamar a la puerta en la habitación o en la vivienda de una familia de personas refugiadas, o prohibirle recibir visitas, o penalizarla por comprarle una chocolatina a su hijo. Porque el odio es la punta del iceberg. Y para llegar hasta ahí hay toda una gradación de actitudes que van de la condescencia al paternalismo, la infantilización, el clasismo, la aporofobia, el racismo, la xenofobia… Lo positivo, como sostiene Rodríguez-Alarcón, es que todo ello se puede combatir cambiando las narrativas. “Tenemos mucho que ganar, porque si el cambio solo tuviera que venir de otros ámbitos sería mucho más difícil”. En esas estamos siempre. Reaprendiendo a contarnos.
* Esta serie de reportajes sobre personas refugiadas de Siria ha sido posible gracias a la colaboración entre La Marea y Baynana y al apoyo de NewsSpectrum e International Press Institute.
Con información de Moussa Al Jamaat (Baynana).
Fotos de portada e interiores: Patricia Simón / La marea.
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