SOMOSMASS99
Pedro Salmerón*
Miércoles 26 de septiembre de 2018
El 6 de septiembre de 1847, luego de tres semanas de tregua, reinició la guerra. Para ese momento los estadounidenses había ocupado todo el norte de la República: tanto los territorios de California y Nuevo México, por cuya posesión iniciaron aquella injusta guerra, como los estados de Tamaulipas, Nuevo León, Chihuahua y Coahuila. Habían bloqueado todos los puertos del país, ahogando a nuestro comercio, y controlaban el camino principal de la República, del puerto de Veracruz al Valle de México, en el sur, ante el cual habían colocado un poderoso ejército que amagaba la capital.
El general Santa Anna, violando todas las condiciones del armisticio, había preparado la defensa de la ciudad de manera que la mayor parte de los observadores de la época aceptan como inteligente y bien pensada. Contra la primera línea de esas posiciones, la casa Mata y el Molino del Rey, lanzó el general Winfield Scott sus invictas tropas el 8 de septiembre. Ahí perdieron los invasores más de 800 soldados y quedó en los mexicanos la impresión de que se pudo haber ganado si el general Juan Álvarez hubiese obedecido las órdenes de Santa Anna de atacar con sus 4 mil jinetes. En lugar de eso, acusó Santa Anna (todos se acusarían de todo tras la derrota, pero el premio gordo se lo llevo Santa Anna, a quien muchos seguimos llamando traidor a la patria), se quedó mirando la acción de la artillería del general Antonio León, sin intervenir.
Tras dos días dedicados por Scott para asegurar sus líneas, el 12 de septiembre lanzó a sus fuerzas contra la última posición antes de la ciudad misma: el alcázar de Chapultepec, al que bombardeó sin piedad con 200 rondas de artillería. Se acusó a Santa Anna de no acudir en auxilio del general Nicolás Bravo, jefe de la posición. El general-presidente visitó al héroe de la Independencia en Chapultepec, donde lo encontró desayunando bajo el terrible bombardeo. Contaron testigos del encuentro que “en un pasillo, convertido en pabellón de cirugía, se encontraban amontonados cuerpos en putrefacción, heridos que gemían de dolor y los Cadetes del Colegio Militar”. Santa Anna regresó a la ciudad pero no socorrió a Bravo, pues diversos informes (sobre todo del general Antonio Vizaino) le hicieron pensar que el ataque a Chapultepec era de distracción y que el grueso del ejército invasor estaba frente a las garitas de La Candelaria y San Lázaro, hacia donde llevó de paseo a las fuerzas disponibles.
Scott contaba con que el fuego de su artillería (que los cañones mexicanos, muchos más lentos y de menor alcance no pudieron contestar eficazmente en ninguna batalla) bastaría para someter Chapultepec e incluso, para que se rindiera la ciudad de México ante la evidencia de la destrucción que podía causar (que Veracruz y Monterrey habían experimentado en carne propia). Pero advirtió que, a pesar del castigo sufrido, Bravo no estaba dispuesto a rendirse.
El 13 de septiembre amaneció un espléndido día de otoño. Los cielos eran azules sin asomos de lluvia y la temperatura “deliciosa”, según contaría algún oficial estadounidense. La posición de Chapultepec, de mil 200 metros de largo y 400 de ancho, sólo podía ser atacada desde el sur, pues las otras pendientes eran muy empinadas. Los invasores tendrían que cruzar un lodazal de casi un kilómetro de largo, entre los centenarios ahuehuetes, antes de iniciar el ascenso. Fuera de los muros del alcázar, 600 soldados mexicanos estaban listos para repeler el ataque. Dentro esperaban 260, entre ellos alrededor de 50 cadetes del Colegio Militar.
Las descripciones estadounidenses del avance bajo el fuego mexicano, a pesar de que la artillería los protegía, muestran la fuerte resistencia de los mexicanos. El general Pillow, que mandaba el ataque, recibió una herida que lo inutilizó. Dos horas tardaron los invasores en recorrer aquellos 800 metros y subir al castillo, donde hacia las 9:30 de la mañana empezó una feroz carnicería cuerpo a cuerpo. Los norteamericanos, furiosos por las bajas sufridas en Molino del Rey y por la dura prueba que acababan de pasar, mataban mexicanos sin piedad. Afuera de los muros murieron casi todos los hombres del Batallón de San Blas, desde su jefe, el coronel Xicoténcatl, prácticamente hasta el último solado. Cuenta J. D. Eisenhower, el mejor historiador militar norteamericano de aquella guerra:
“El general Bravo entregó sus espada, tachonada de piedras preciosas, pero no logró que se rindieran seis de sus jóvenes cadetes, los cuales prefirieron morir. Uno de aquellos muchachos, con la bandera mexicana en los brazos, perdió la vida al arrojarse del muro”.
La tradición recogió los nombres de esos seis alumnos que murieron enfrentando cuerpo a cuerpo al invasor: el subteniente Juan de la Barrera y los cadetes Agustín Melgar, Francisco Márquez, Fernando Montes de Oca, Vicente Suárez y Juan Escutia, quien, según la leyenda, se arrojó al vacío envuelto en el lábaro patrio para evitar que cayera en manos del extraño enemigo. La documentación ha permitido establecer sin duda los orígenes y edades de los cadetes Melgar, Márquez, Montes de Oca y Suárez, así como del subteniente De la Barrera. Muchas dudas existen sobre Escutia. Se sugiere que, si era nacido en Tepic, probablemente fuera soldado del Batallón de San Blas y no cadete. Entre los treinta o cuarenta cadetes que acataron la orden del general Bravo y rindieron sus armas, se cuentan los futuros generales Leandro Valle y Miguel Miramón.
En medio del dolor de la derrota, el sacrificio de esos seis jóvenes, a quienes el pueblo con gratitud ha llamado “los niños héroes”, fue un aliento para la resurrección de la nación mexicana. Su ejemplo fue guía para una nueva generación de mexicanos que comprendió que nuestra nacionalidad estaba en grave peligro y asumió las implicaciones de tan solemne decisión. Siguen siendo un ejemplo, aunque sin duda la historia oficial priista abusó del mito y la retórica, provocando la reacción opuesta, de quienes se empeñan en negar su heroísmo e incluso su existencia. Que sepamos que existieron y que pese al exceso retórico, sí murieron por la patria.
[1] D. Eisenhower, “Tan lejos de Dios”, Fondo de Cultura Económica, 2000.
[2] Fowler, Santa Anna, Universidad Veracruzana, 2011.
Esta es una colaboración del Colectivo Miguel Hidalgo de Celaya, Guanajuato, al que pertenece el autor.
Imagen de portada: Castillo de Chapultepec. | Foto: Gobierno de la República.
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