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NO TODO ESTÁ PERDIDO
Agustín Galo Samario
Miércoles 26 de septiembre de 2018
El sexenio que termina en Guanajuato será recordado como uno de los más negros de su historia. La precarización del trabajo en aras de las grandes inversiones, las desigualdades, el autoritarismo y la displicencia ante los graves problemas sociales se consolidaron. Esa política de Estado avanzó hasta convertir grandes males en monstruos de mil cabezas. Nunca como ahora creció tanto la corrupción al amparo del poder y la impunidad se alzó para proteger a quienes compartieron ese poder. Todo, mientras la violencia llegaba a niveles altísimos hasta envenenar todo el estado. No lo reconocerá, pero así deja Miguel Márquez el gobierno de Guanajuato y así se va, impune, sin que nadie le reclame el incumplimiento de sus obligaciones constitucionales.
El jurarmento que hizo en el Congreso del Estado al inicio de su mandato, ese que termina con el «y si no que el pueblo me lo demande», es un compromiso moral y ético que ahí quedará. Sin consecuencia alguna, porque nunca volteó la vista hacia los guanajuatenses para informarles ni rendirles cuentas de sus actos más significativos. Para ejemplo, me detengo en el que escuece en todo el territorio estatal y que revela el abismo en que nos ha sumido, el de la inseguridad. No habían pasado ni dos meses de haber asumido el cargo y con quien primero acudió para obtener el visto bueno para el Proyecto Escudo fue con la entonces secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Janet Reno. La mayoría de los legisladores de finales de 2012 no sabían, y menos los guanajuatenses, que Miguel Márquez pretendía asignarle más de dos mil 600 millones de pesos a su proyecto y que buscaba no sólo conseguir esos recursos de la hacienda estatal, sino de los miles y miles de dólares que llegaban a México de manos del gobierno estadounidense a través de la iniciativa Mérida, acordada por el panista Felipe Calderón en 2008 para consolidar su guerra contra el narcotráfico.
Con la perspectiva que dan los años transcurridos y vista la violencia que azota a Guanajuato, todo indica que en esos meses se tomó la decisión de traernos a este momento: Un velador lleva a su familia a la finca donde labora, a media noche un grupo de policías ministeriales ataca el lugar y mueren los niños a balazos. La historia oficial, como «verdad histórica», concluye que el padre mató a sus hijos… Imágenes de video muestran a dos personas en la mesa de un bar y de repente la detonación de armas de fuego. Los hombres mueren ahí sentados… En varios municipios del estado se han encontrado cuerpos desmembrados dentro de hieleras y bolsas de plástico, y personas con el tiro de gracia en la cabeza… El 5 de febrero de 2014, atrás de la Central de Abastos de Irapuato, se encontró en un auto a una pareja asesinada. Viajaba con ellos su pequeña hija de dos años y tres meses de edad, Kimberly Alizze, que desde entonces está desaparecida… En otro caso que se repite, en 2015 elementos del Ejército irrumpen en una casa de Pénjamo y aprehenden de manera ilegal a un hombre, lo llevan a la Dirección de Seguridad Pública Municipal donde permanece seis horas y al salir lo vuelven a detener. Desde entonces no se sabe de su paradero… Y luego de que en el noreste del estado familiares de migrantes desaparecidos buscan ayuda con organizaciones civiles en la Ciudad de México porque aquí nadie les hace caso, en mayo de 2018 se conoce el hallazgo de tres fosas clandestinas en Villagrán con seis cuerpos, cifra que al cabo de unos días se eleva a casi 30…
Como se ve, la tragedia también se desvela en números. En julio, en un sólo día, mataron a 27 personas, y el jueves de la semana pasada a 28 más. Según el Sistema Nacional de Seguridad Pública, Guanajuato ocupa el tercer lugar del país en comisión de delitos, con 89 mil 353 casos en el periodo enero-agosto de 2018. Y es el primero en homicidios dolosos, con dos mil 794 casos en el mismo lapso, es decir, casi el diez por ciento de los 28 mil 786 registrados a nivel nacional.
Para tratar de explicar esta violencia, Miguel Márquez recurría desde 2015 a una infidencia de sus reuniones con otros mandatarios del país: «Desafortunadamente parece que se ha hecho cultura, costumbre, rencillas que se han dado entre familias (…) Cuando revisamos las estadísticas, los gobernadores me dicen que ’Guanajuato le hace honor a la canción de José Alfredo (Jiménez) de la vida no vale nada’» (Informador). Más tarde, en 2017, inopinadamente optó por militarizar la seguridad pública al destinar 350 millones de pesos para el arribo de tres mil 500 efectivos de la Brigada Militar. Estrategia que a nivel nacional ha provocado la actual crisis de violaciones a los derechos humanos, pero que le sirvió para renunciar, en los hechos, a la obligación legal de su gobierno de garantizar las condiciones mínimas de convivencia armoniosa y fructífera a los guanajuatenses. En agosto de este año ya no intentó nada, simplemente se desentendió del asunto frente alumnos y profesores de la Universidad de Guanajuato en Salamanca que preocupados por su integridad le pidieron ayuda ante una delincuencia que se roba todo, hasta los cables y postes del alumbrado público. «Si hay que ayudar les ayudamos, le entramos (…) Si también es necesario poner seguridad privada en la universidad u otros medios, hay que darle una solución integral», les contestó (El Sol de Irapuato).
Guanajuato, como se vio en las elecciones de julio, es un punto aparte de la geografía nacional. Toda distancia guardada, lo que sucede aquí no encuentra símil en el escenario que vivió Felipe Calderón en 2006 cuando ante una fuerte oposición lopezobradorista y urgido de la legitimidad que no le dieron las urnas, sin diagnóstico ni planeación pero sí con el cobijo del Ejército, inventó su guerra contra el crimen organizado. Aquí los partidos políticos opositores están debilitados por sus divisiones y contradicciones internas, en el Congreso del Estado no hay quien se pueda oponer a la avalancha panista y no existen municipios que siquiera reclamen presupuestos reales para mejoras salariales, profesionalizar y sanear a sus policías. Tampoco hay una sociedad civil organizada, independiente y vigorosa que alce la voz ante la violencia, la falta de seguridad y justicia. Las verdaderas organizaciones no gubernamentales están en construcción y los valientes ciudadanos y ciudadanas que las impulsan son perseguidos, hostigados, denostados, agredidos y aun encarcelados por horas con la complacencia de algunos medios que abren sus espacios y manipulan la información para hacerse pasar por independientes y plurales, o que abiertamente se hacen cómplices del autoritarismo para, con falsedades, señalar y exhibir a los activistas cómo violentos, tal cual sucedió con quienes defendían árboles en 2016 y protestaban en 2017 contra el aumento al transporte público en León.
Aquí la hegemonía del partido de Miguel Márquez, el PAN, es eso, abarca todo o casi, de tal suerte que el margen de acción del gobernante es muy amplio. En seis años Márquez nunca se vio obligado a buscar aliados, sin cuyo concurso hubiese sido imposible aplicar sus planes de seguridad. De modo que la decisión de militarizar la seguridad pública y descargar de responsabilidad a la autoridad civil la tomó por voluntad propia, sin darle explicaciones a nadie. Los resultados están a la vista: el aumento de la violencia no sólo se refleja en el número de homicidios dolosos, sino en la capacidad de fuego de quienes han lanzado las acciones de mayor peligrosidad para la estabilidad social en décadas. Con dos factores que agravan esa peligrosidad: uno, la archisabida regla de que la prosperidad de la delincuencia implica la colaboración en diversos grados de las autoridades encargadas de combatirla, algunas de las cuales también han sido sus víctimas, incluidos policías de bajo rango, comandantes y jefes policiacos. Y dos, el Ejército, cuya Policía Militar ha fallado casi por entero en reducir la criminalidad desde que entró en operaciones en enero de este año. La razón no es desconocida: su impericia para realizar tareas de seguridad pública.
Así termina Miguel Márquez su sexenio, impune, feliz y casi un prócer. Rodeado el viernes de Eric Geelan y Larry Brito, funcionarios estadounidenses en materia de narcóticos, en las nuevas instalaciones de la Agencia de Investigación Criminal de la PGJE, y con un rector de la Universidad de Guanjuato, Luis Felipe Guerrero Agripino, que ayer mismo le rindió honores con una «ceremonia de gratitud» en el Salón del Consejo Universitario. Pero también con el saldo más temible de su gestión: la noticia de que su relevo, Diego Sinhué Rodríguez, ha decidido ratificar a los encargados de los fallidos aparatos de procuración de justicia y seguridad pública: Carlos Zamarripa Aguirre y Álvar Cabeza de Vaca. En resumen, las últimas y primeras escenas de un pacto de entendimiento.
Imagen de portada: Miguel Márquez durante la «ceremonia de gratitud» que le ofreció el rector de la Universidad de Guanajuato. | Foto: UG.
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