SOMOSMASS99
Víctor Corona*
Lunes 25 de junio de 2018
Hay que buscar más adentro. Hay que intentar ir más lejos. Cierro los ojos y me dice, no, no cierres los ojos, no te vayas de aquí.
El origen de los males se encuentra en los emociones. Lo dicen todos, médicos y charlatanes. Entonces, ¿para qué ir más lejos? En sus ojos puedo ver cierto hastío. ¿Cuántas personas como yo vendrán al día a explicarle sus males y tragedias?
Yo no encontré el amor en la fila de un tren de París a Praga.
La primera vez que sentí que estaba enamorado no fue el día que le gusté a alguien o que alguien me gustó. Quizá no fue la primera pero sí una de las más dolorosas. Y no pudo ser más lejos de París o de Praga. Fue en Lomas Taurinas, Tijuana. Encerrado en el cuartucho donde vivía por consejo de los vecinos. Morro, cuando se ponga oscuro mejor no salga de su casa, está cabrón aquí afuera. Éramos tres lo que compartíamos aquellas cuatro paredes con una ventana y una puerta. Dormíamos en la misma cama. No teníamos dinero para absolutamente nada. Eran dos sinaloenses, de Costa Rica, Sinaloa. Eran mis camaradas. Uno, Bogar, estudiaba conmigo y quería ser poeta. Yo siempre le reconocí su valentía pero sus faltas de ortografía y su anarquía desmedida terminaron por vencerlo. Ahora vive en Los Mochis y tiene un gimnasio. Está remamado el vato, me dijo un camarada. El otro acompañante era un morro que le decían El Caroba. Nunca supe su nombre real. En realidad, él no era nuestro “coloc”, como dirían los franceses. Era un amigo de infancia del Bogar que quería cruzar al otro lado. Lo intentaba cada jueves. Se iba temprano y regresaba súper tarde. Cansado y sucio. No se armó, decía El Caroba y se acostaba con nosotros en la cama. A veces yo quedaba en medio y su olor a sudor me daba una tristeza enorme. Era un olor como a yerba quemada.
Era una amistad shila. De los tres, el más cobarde y menos interesante sin duda era yo. Se la curaban de mí porque hacía las tareas, porque me preocupaba si el agua era potable o si teníamos algo para comer. Nos levantábamos tempra para ir a la uni. Nos duchábamos en 2 minutos, el agua estaba fría.
No sé cuánto tiempo hubiéramos estado así hasta que el amor llegó a cagar el palo.
Un día así, sin más, El Bogar y yo vimos a la morrita más shula que nunca habíamos visto. Si para mí era delicada, para Bogar era como una princesa de cuento. Quedó pasmado. No hacía más que hablar de ella. Fue él quien dio el primer paso y la invitó a casa. Yo ni me atrevía a mirarla.
Ojos grandes. Flaca hasta decir no más. El pelo cortado a cero. Sonrisa de ángel. Un olor a frescura que cuando tienes dieciocho años parece que es la puerta del cielo.
Evidentemente ella tenia novio. Una reproducción de ella en masculino. Vato buena onda, carita, con amigos y talentoso. Ambos de la société culturosa Tijuanense de final de los noventa. A mí me daba vergüenza sólo verla. Mi madre ya me había advertido que siempre me habían gustado las presumidas. Ella no lo era, pero estaba fuera de mi alcance. O eso pensé.
Influidos por las historias de la literatura beatnik o por no sé qué droga que pudiera comprarse con menos de 20 pesos… o quizá sólo por el riesgo, por el rico sabor de lo podrido, ella vino a nuestra casa.
Vino un día que yo estaba solo, encerrado en mi pobreza y en mi miedo al barrio. Era de noche y lo primero que pensé fue en su inconsciencia. En el peligro y en que después tendría que acompañarla a su casa. Y que no tenía ni para el taxi ni la calafia.
Nos sentamos en el sofá. No teníamos tele que mirar. No teníamos nada que beber ni comer. Sólo una grabadora vieja con un casette de Silvio Rodríguez que me había grabado el Rafa. Sonaba “Oh, melancolía”. No pasaron ni dos minutos para que empezáramos a besarnos. Nos besamos con esa ansiedad que tienen los pobres. Esa que te dice, aprovecha ahora que después no habrá más.
La certeza de que eso no se repetiría más me hizo estar triste en el mismo momento que nuestros labios se separaron. Ahora no lo recuerdo. Sólo sé que no estaba en París y que tuve que acompañarla de vuelta a su casa a medianoche. Y Tijuana en la noche era de esas ciudades que se volvía otra. Hommies perdidos, perros bravos, testigos de Jehová. Vendedores de droga, de perfumes y de órganos. Polleros, taqueros, taxistas y secuestradores.
Todo fue una catástrofe, al menos para mí. Ella luchó hasta el final para que yo dejara de molestarla con mi amor perdido. Bogar dejó de ser mi amigo, dolido por mi traición. El Caroba por fin pudo pasar al otro lado y un jueves ya no regresó.
Y todo esto pasaba tan rápido, pero entonces parecía pasar de forma tan lenta. Deambulaba por los pasillos de la facultad en busca de una respuesta. En busca de un consuelo a ese dolor. Y la pena era más grande, ahora lo sé, porque no tenía ni para comprarme un café. Ni para ir a la tienda a comprarme un Carlos V. Hablo con nostalgia de una ciudad en la que no había OXXOS ni celulares con Internet. Una ciudad en la que con 8 pesos me subía en una guayina que me llevaba hasta Rosarito desde la UABC. Después, caminaba, qué sé yo, tres o cuatro kilómetros para llegar a la caseta de cobro y pedir raite hasta Ensenada. Y allí, al lado de la carretera y del mar, esperar que alguien se detuviera y me llevara a mi destino. Y pensando en mi desgracia. Y pensando en mi terquedad. ¿Y si dejo la uni ? ¿Y si hago como mis camaradas del barrio? Ellos no piden nada a nadie.
Supongo que todo se trataba de una excusa. Ahora lo recuerdo. Yo, viajando en la parte de atrás de un pick-up, con el pelo al aire, viendo como un pelícano que atrapaba un pez sabiendo que tendría que irme allí. Si quería seguir viviendo. O al menos dejar de hacerlo con dignidad.
Se lo dije. Como no me quieres me voy. Supongo que debió darle risa. Éramos unos morritos pero yo vivía como si la vida se fuera a acabar mañana. Me contestó que hiciera lo que quisiera. Que ella tenía ensayo y que su novio vendría a buscarla después.
Quise romperlo todo pero no lo hice porque supe que después no tendría para reponerlo. Quise golpear al primero que pasara, pero supe que antes de hacerlo ya estaría pidiendo disculpas.
Y entonces acepté lo que Berni me ha dicho tantas veces. Mi problema es que no he sabido reconocerme como lo que soy. Un vato zarra de Mexicali.
Me fui de Ensenada, me fui de Tijuana pensando en que volvería pronto. Por dentro, pensando que ella vendría a buscarme para decirme que no me fuera o que volviera cuanto antes.
Ahora, que han pasado los años y que estoy frente de esta mujer, que dice ser mi terapeuta me doy cuenta que pocas cosas han cambiado en mi vida. La diferencia es que ahora quizá puedo permitirme pagarle a alguien para que me diga lo mismo que me ha dicho siempre el Berni.
Que no soy más que un vato zarra de Mexicali.
Y para eso, no hace falta estar en París, Praga o Lomas Taurinas.
* Víctor Corona estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato, México, y el doctorado en la Universitat Autònoma de Barcelona, España. Actualmente es investigador en la Universitat de Lleida.
Imagen de portada: Noche de Tijuana / YouTube.
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