SOMOSMASS9
Víctor Corona*
Lunes 2 de julio de 2018
Eran las nueve en punto de la noche y en la sala del Foro Espacio sólo había una persona como público, como la noche anterior y como casi todas las noches. ¿La obra? Los Niños de Sal, de Hernán Galindo. La luz cenital alumbraba una caja de arena de mar de la cuál, siguiendo la elasticidad de las palabras de León Felipe, se iban levantando cuerpos enterrados. La obra había comenzado.
Era el verano de 1996 y el sol castigaba como siempre. En la Ensenada de entonces no había de festivales de multiculturalidad, ni de cerveza artesanal ni maridaje. No había Starbucks ni cafés ni Ceartes ni librerías. Las fiestas de la vendimia reunían a los cuatro gatos de siempre y algún que otro sholo que viendo vino, se apuntaba al desmadre. La Ensenada de 1996 celebraba el carnaval hasta sus últimas consecuencias y hasta las morras cremas del Junípero bailaban quebradita, pistiaban caguamas y se bajaban lo que hubiera que bajarse para entregarse al amor en la oscuridad de la Ruiz y Tercera.
Los actores habíamos acabado la obra y Fernando estaba contento. A pesar del poco éxito en taquilla, claro está. Los morros lo daban todo. A pesar del calor. A pesar de la pobreza y a pesar de un futuro más que incierto. Nos quitábamos la arena como podíamos. Ya se sabe que la arena de Ensenada es cabrona cuando se junta con el sudor, más con el sudor de unos morros de 18 años con el ímpetu de romperlo todo.
Veo la Ensenada de ahora y me acuerdo del pasado, como los viejitos. Me acuerdo de cómo el Oti, el Nubes y yo caminábamos no sé cuántos kilómetros para ir a aquella cafetería medio clandestina que tenía el Toño para cambiar algunos libros viejos que habíamos encontrado sobre la Guerrilla Nicaragüense o la Guía para fabricar explosivos con jabón por café o alguna cerveza. Toño ponía sus acetatos de Silvio o de Charles Mingus, así de eclécticos éramos, y teníamos ganas de comernos la noche. Difícil, cuando entre los tres no reuníamos más de 30 pesos.
Pero después de la función ¿cómo irse a dormir así como así? Yo no sé de dónde, puesto que nunca tenía más que dos pesos que era lo que valía el camión para el colonión, pero al final se armaba algo. Éramos unos cuántos, pero al final quedábamos el Rafa, el Rodrigo y yo. Yo, a ser el más morro y el más pobre, supongo, me tocaba ir a comprar la bebida y los cigarros para el refuego. Dos sixtos de Carta Blanca, pinshi cerveza asquerosa decía el Carlos pero ni modo, era la más barata. Cigarros, compraba los Pacífico. No sé si aún existirán.
Nos subíamos al carro del Rock. El coche más fantasmagórico que he visto nunca. Un Karmann ghia que no sé donde había sacado que funcionaba con el olor a gasolina. Nos íbamos en dirección al panteón de San Miguel, en esas noches de Ensenada en la que la luna parece sacada de dibujos animados japoneses. Íbamos bebiendo y hablando sin parar del teatro. De nuestra droga. De las sensaciones. Del teatro desde dentro. Del teatro como forma de vida. Para mí, esa era felicidad pura. El coche subía y saltaba cada bache. Nos metíamos al panteón y el Rafa se piratiaba recordando un diálogo de Miguel Ángel de la Parra o de Sergi Belbel. El Rodrigo insistía de la importancia de ponernos en forma para hacer mejor el trabajo. Pero ya andábamos pedos y el Rafa ya traía el diablo adentro.
Bajábamos a San Miguel, que entonces no era el ghetto neohipster del CICESE, pero ya empezaba, sino un lugar de gringos retirados que solían proveernos de alcohol a cambio de un poco de risas. Sin éxito, y yo con más sueño que nada, esperaba que mis compañeros se dieran por vencidos y nos fuéramos a dormir. Pero los ojos del Rafa ya tenían ese brillo que es imposible de olvidar. Esa mirada de loco que tanta cura nos daba al Berni y a mí. Y pasaba lo que me temía. Acabábamos en un tugurio entre bar, prostíbulo y hospital psiquiátrico al que llamábamos Doña Caro. Carcajadas, música, humo, olor a pescado ahumado. Ganas de morir antes que dormir. Yo siempre fui más cobarde, más de plástico. Mis camaradas se movían como verdaderas serpientes en un rio envenenado. Uno intentaba enamorar a una mujer (¿a quién le importaba lo que fuese?) mientras el otro convencía a un militar retirado que se pishara las caguas porque era judicial y le podía dar en toda la madre.
Yo buscaba un rincón para dormir que no fuese tan pegajoso. O un lugar para vomitar y esperar que el sol volviera a las calles abandonadas del centro de Ensenada para salir de allí. Me acerqué a Rodrigo para decirle que me abría. No más para mí. Pero su voz profunda y clara, a pesar del alcohol, repetía esas frases tan shilas sacadas no recuerdo si de Pesadilla de una noche de verano, de Endemoniados o de Susana San Juan que me dejaban apendejado. Iba a interrumpirlo cuando un hombre con las uñas negras y el bigote más delgado que recuerdo me dijo: mijo, no te metas con esos morros que están muy dañados.
Le di la razón y abrí la puerta hacía la luz.
Me acuerdo de todo esto mientras me dirijo al barrio. Ya no en la burra ni en micro, sino en coche. Lejos del teatro. Lejos del pasado. Abandono las calles de la Ensenada multicultural, de la diversa y activa, para adentrarme en las venas que guían al corazón del barrio. Ese que no ha cambiado. Siguen las segundas de Valle Verde. Siguen los tacos del Chicho. No se oyen ni acentos argentinos ni chilenos, ni españoles ni franceses. A lo mucho acento shinola o guerrerense. Los faros del coche iluminan a morros flacos encapuchados que deambulan por las calles sin luz. En busca de ice, cristal o de cualquier mierda de las que la raza se mete últimamente. Y entonces pienso en nosotros, inevitablemente, en nuestros tiempos de teatro. Éramos como estos morros. Ni artistas, ni actores. Éramos vándalos. Simples forajidos que escapaban del aburrimiento. De la muerte. Nuestra droga no era polvo. Nuestra droga no era humo. Nuestra droga era el teatro, el riesgo. Ese que nos habían enseñado a vivir y a sufrir como una enfermedad. Una larga enfermedad en medio del desierto.
* Víctor Corona estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato, México, y el doctorado en la Universitat Autònoma de Barcelona, España. Actualmente es investigador en la Universitat de Lleida.
Imagen de portada: Pixabay.
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