SOMOSMASS99
Víctor Corona*
Rafa
Rafa, Rafita, Rafis, Fafa o Fafita. Ráfaga o Garrafa. Nunca, o casi nunca, Rafael. Más que un ángel caído del cielo, un demonio que había engañado al mismísimo Satanás para estar con nosotros, cerca del barrio, haciéndonos una esquina.
Lo recuerdo claramente y estoy seguro que no soy el único. Con una sonrisa descarada. Abierta. Como una navaja que corta caras y almas de un tajo. Bajaba del micro, en las colonias terregosas de Ensenada y como que el tiempo se detenía. Saltaba, levantaba la cabeza y preguntaba cómo estaba el refuego. Los perros y gatos callejeros, los hommies de la Amapola, las doñitas, don Vicente manos de Garfio, el Batman, los repartidores del agua y del gas… todos respetaban al Farra.
Yo lo conocí de muy morro. Apenas tendría quince años.
Era mi primer día en el taller de teatro y bajaba del paso de gato, o salía del baño, o venía de algún lugar tras bambalinas. Cagándose de risa. Disfrutando cada minuto.
Tuve la suerte de que fuéramos vecinos. Vivíamos a unas cuantas calles de diferencia. Tomábamos el mismo micro o la misma burra. Eran los tiempos en los que al barrio no se atrevían a subir más que los más bravos.
Yo era un cobarde.
Soy un cobarde.
El Rafa simplemente no tenía tiempo para pensar en el miedo. Su cabeza estaba siempre disparada al universo.
Y el vato me anestesió. El vato me hizo adicto de esas historias tan llenas de vida y de alegría. Como la de los morritos que se vestían con papel periódico para soportar el frío. O como la de un adolescente de 15 años que se enamoraba perdidamente en Acapulco de una chica hermosa. Tan hermosa que era la madre de todas las tragedias. Y me hablaba de cómo esta chica había hechizado a barrios enteros. Enfermando de amor y lujuria a jóvenes y viejos que habían terminado por morir de dolor y vergüenza.
Casi siempre agarrábamos el último camión, el de las 22.20 en la parada de la Colchonera. Los trayectos hasta casa eran una delicia. Comentábamos como había ido el ensayo. Comentábamos sobre el teatro que habíamos leído. Nuestros compañeros de viaje solían ser trabajadores del barrio que volvían a casa después de un día duro, que había terminado en cerveza o alcohol barato en las cantinas apestosas de la Ensenada de los noventa, a la que le valían madre los maridajes y las muestras gastronómicas conceptuales.
Olía a alcohol y a perfume. A tabaco y aceite. Sonaba la Québuena. Música de banda.
…porque con música romántica
se engrandece el amor
y se llena de ternura el alma
melodía de amor
pasión que me desgarra
oración para dos
que de verdad se aaaman…
El camión rompía a gritos mientras escalaba las pendientes que nos llevaban al centro del hoyo, allá donde vivíamos. A mí me daban miedo los perros del barrio, los cholos, la oscuridad y la pobreza. En cambio a él, era como si todo esto lo hiciera invencible.
Con el Rafa empezó toda esta historia.
Me presentó al Berni, su hermano y ahora hermano mío. Con el Berni conocí al Aldo, también hermano mío.
Y todos los demás, todos y todas, estábamos unidos por él. Morgan y Rodrigo. Anita, Nubes y Oti. Fernando y Vicky. Frida, Tatanka y Alejandro. Stefano y el Ticher. Carlos y Charlie. Raúl y Diana. Alejandra y Alejandra. Hugo y Botello. Pita y Javier. Malagamba y Bibi. Michelle y Marisol. Todos entre nosotros diferentes. Todos entre nosotros tan distantes. Pero todos unidos a él. Como el centro que daba lógica a una vida llena de cosas absurdas que creíamos importantes.
Y el teatro nos unía. El teatro y su fantasía nos hacía estar juntos y vivir noches de locura y de poesía.
Tantas historias ciertas y falsas que no sé ahora con cuál quedarme, Farra.
Las que vivimos juntos.
En esas noches tan insultantemente llenas de estrellas en las que conducías un camión lleno de tramoya hacia Tecate dándome consejos de cómo manejar de noche con poca gasolina, mientras me decías que abriera una Carta Blanca más.
O cuando llegamos a Hermosillo y te diste cuenta que no teníamos la madera para la escenografía de niños de sal y al hablar con el técnico, éste te mandó directamente a la chingada. Entonces, saltaste una o dos verjas. Volviste con unas hojas de triplay, hermosas, y junto con el Morgan les partieron en toda la madre para tener nuestra escenografía. Nos acabábamos de chingar el material del TATUAS, que estrenaba al día siguiente.
Frente al reclamo del responsable, tu respuesta la recuerdo como si fuera hoy: tenía un problema y lo tuve que resolver.
Risas y locura.
Cervezas y descaro.
Todo fantasía, en el teatro y en la vida.
El Berna, el Aldo y yo esperábamos las tardes en las que el Rafa no estaba solicitado para pasarlas con él. Metidos en un carro yonqueado frente a su casa, pasábamos las frías tardes de invierno. Si teníamos dinero, con cerveza. Más frecuentemente con Nescafé o tazas de manzanilla.
Y nos cagábamos de risa.
Nos contaba tantas historias imposibles. Sabíamos que para ser cierto todo lo que contaba habrían hecho falta tres vidas. Para vivir tantas aventuras. Nos era igual, queríamos más. Es que mi Farra conoció a Fidel Castro, pero no sólo eso, si no que lo mandó a chingar a su madre.
Eran los tiempos del pickup amarillo lleno de hojas secas y latas de cerveza vacías.
Eran los tiempos en los que él y Morgan iban y venían a Tijuana en la pobreza absoluta, decididos a vivir al límite de la sobrevivencia. Al límite del teatro.
– ¿Se te está secando el cerebro Sparky-G?
En ese pick-up el Rafa me llevó al veterinario, un día al que a mi perro le dieron ataques. Mientras todos me decían que lo dejara morir, el Farra se aferraba a la vida como el perro y como yo. El veterinario nos recomendó dormirlo y el Rafa lo mando a la verga. Así, literalmente, le dijo, váyase a la verga.
Luego vino el tiempo raro.
Ahora lo entiendo un poco mejor. A ese ritmo no podíamos seguir. La compañía de teatro se rompió. Cada uno tuvo que buscar cómo seguir viviendo.
Las parejas estables y otros compromisos absurdos nos distanciaron un poco. Cada vez quedaban más lejos los paseos en moto, en las noches de viento, en las que íbamos a ver en la carretera libre de Tijuana, por la curva del Tigre, lo que el Rafa juraba que era un ovni. Íbamos con cerveza, Picos de Oro o Cartas Blancas.
No eran tiempos de Internet ni celulares.
Solo teníamos poco más que la casualidad para encontrarnos.
Yo ya estaba lejos del teatro cuando se apareció en mi casa, en una ciudad en la que estudiaba.
Más delgado
Más listo
Más mágico
Más vivo
Y me contó de cómo lo había dejado todo por una combi verde con la que había recorrido media América haciendo teatro.
Y me contó del amor redescubierto.
De todos sus proyectos y de cómo había que aprender a mandar a la chingada a todo de manera más frecuente.
Fueron días tan mágicos que ahora, con la distancia y la nostalgia, a veces creo que me los invento.
Por suerte no había cámaras en los celulares y no hay selfies que den constancia.
Me quedan sólo los recuerdos como testimonio.
Y yo, siguiendo mis miedos, a los que a veces llamamos profesión, me alejé cada vez más del teatro. Cada vez más de la poesía para ser creíble y serio. Riguroso y académico.
Un invierno nos volvimos a ver.
Estabas triste y enojado.
El amor te había jugado una mala pasada y estabas dolido. Rabioso. Tenías ganas de pegar y odiar. Te la habían jugado mal. Me dijiste. Ya no soy Rafa ni Farra. A partir de hoy soy Fis-Rah.
Te perdí de vista. Desde ese día no te volví a ver pero seguimos teniendo contacto. Ahora sí, gracias al Internet y esas mierdas.
Hace poco hablamos. Nos separaban más de 15 mil kilómetros.
Reímos mucho.
Me dijiste de escribir algo juntos.
Te hablé de mis diarreas y de mis ganas de morir.
Deja de estar mamando, me contestaste.
Morir de diarrea seria un tragedión y te cagaste de la risa.
Hablamos del futuro y de vasectomías.
Nos dijimos te quiero mutuamente. Me preguntaste por el Rock. Me hablaste del Morgan del Berru y del Aldo. Me preguntaste por la Tibet.
Nos dijimos adiós.
El viernes pasado me levanté y me dijeron que habías muerto. Que tu corazón reventó o se paró o dijo ya no hay más.
Eran las seis de la mañana y pensé que era como algo del sueño.
Pero en seguida supe que era cierto y no pude parar de llorar.
Lloré como hace mucho que no lo hacía.
Como un niño.
Con dolor.
Intenté escribir. Intenté hablar. Pero si me abría, si perdía el flanco izquierdo, tan sólo me salía dolor y tristeza.
Desde entonces no me dejan de venir recuerdos y todos son buenos.
Tú con una taza de café.
Tú, rompiendo el escenario.
Tú, frente a un ordenador, ayudándome a diseñar la revista la escalera.
Tú, defendiéndome de los culeros.
Tú, dándome un abrazo.
Tú, abriéndome una cheve.
Tú, siendo amigo.
Tú, siendo maestro y poeta.
Tú, enseñándome, con el ejemplo, a reír y vivir.
Y me cuesta aceptar que ya no te veré
Al menos en el barrio.
Me cuesta aceptarlo y supongo que por eso duele.
Dicen que todos somos lo que somos por la gente y las cosas que nos vamos encontrando. En ese caso, gran parte de lo que soy ahora es gracias a ti. La última parte de mi vida, tal y como la puedo recordar, empezó cuando te encontré a ti.
Y quizás que por eso duele más.
Con tu muerte una parte de mí se ha ido.
Se ha esfumado.
Y el barrio ya no será el mismo.
El teatro ya no será el mismo.
Y todo seguirá: la vida, el trabajo y el amor.
Pero sin duda alguna, sin ti, mi Rafa
infinitamente todo será más triste.
* Víctor Corona estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato, México, y el doctorado en la Universitat Autònoma de Barcelona, España. Actualmente es investigador en la Universitat de Lleida.
Fotos de portada e interiores: Pixabay.
Imagen de interiores: Rafa. | Foto: Víctor Corona.
3 Comentarios
¡Gracias!❤️
Muchas gracias!! Te quiero!!! ❤️
El rafa!!